Morgana Vatori
Scortum

11.6.10

Vuelta a casa

Delante de mi un volante, un cristal empañado, luces y gotas entonando una melodía constante y fría. Adoro las tormentas de verano, en la playa siempre bajo a tumbarme sobre la arena húmeda y me concentro en el sonido del oleaje; la furia característica de la mar en tiempos de guerra. Sin embargo, ayer no había mar, ni olas, ni espuma blanca que pisar; había un trayecto de vuelta a casa.
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Mis manos, ajenas a mi, conducen con destreza por el asfalto de Madrid; mi naranja mecánica trabaja al margen de señales, los semáforos cambian de color al margen del punto fijo en el que tengo depositada la mirada, no los miro, pero debo verlos porque mis pies articulan la frenada. Miro hacia una de las estatuas que me cruzo a lo largo de mi camino, no sé cuál es porque no se por dónde voy y por mucho que la veo no la miro. Como una autómata pongo en marcha el coche cuando percibo tonos verdes a mi alrededor, espero llegar pronto a casa porque siento en mi esqueleto la angustiosa probabilidad de estrellarme contra algo o, peor, contra alguien.
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Embalses de lágrimas calientes son mis ojos; mi vista cansada por el día, por la hora y por la vida se nubla; los cierro con delicadeza en el siguiente semáforo haciéndose la oscuridad más absoluta en lo más profundo de mí: se desbordan.
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Las ganas de vomitar pueden conmigo, entre lágrimas y espasmos soporto cada arcada observando como esas manos que me llevan a casa comienzan a temblar y desfallecen. Suerte que, de nuevo, me encuentro parada entre taxis y coches de borrachos.
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Con mi pausa en el último semáforo he tocado fondo, consciente de la situación me esfuerzo por respirar hondo y aguantar hasta llegar a casa. La realidad, fuera de mi coche, se cierne oscura y melancólica: acabo de entrar en carretera.
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El viaje, que normalmente transcurre en diez o quince minutos, se me está haciendo eterno. No veo el momento de llegar a mi cama o, mejor, a mi suelo: si mi lecho está frío que sea porque el parquet no ha cogido temperatura y no porque mi cama apesta a soledad.
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Un estado provocado cuya responsabilidad recae directamente sobre la que escribe, la que llora y conduce.
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La llegada a casa no está exenta de drama. Aparco con los ojos entreabiertos, busco puntos de referencia y ellos, hinchados, se cierran por el estrés y el sueño que pesa como una losa sobre mí.
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Punto muerto, freno de mano, apago luces y motor. Miro al techo del viejo bólido y pienso en mi esquela “murió sabiéndose querida”. Supongo que más de uno añadiría “pero sin ser capaz de querer”.
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Me tambaleo a lo largo del garaje, un pie tras otro y llego al ascensor con las fuerzas justas para llegar a casa y desplomarme en mi suelo; y así lo hago, dos almohadas y falta de cariño: en una deposito la cabeza y en la otra el corazón.
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Mañana será un mejor día, un escalofrío recorre mi cuerpo, es poco probable que pueda empeorar.

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