Morgana Vatori
Scortum

24.4.10

Aves de rapiña

Vengo a relatar una fábula, una historia que, sin serlo en sí misma, se convierte en un relato individual merecedor de toda mi atención y de toda la de aquél que esté dispuesto entender unos sentimientos cuánto menos interesantes, complicados quizás, y algo duros.

Esta es la historia de una mujer cuyo pasado volaba constantemente sobre su cabeza cual ave de rapiña, dando una vuelta tras otra esperando el mejor momento para atacar, el momento en que desfalleciese en ese desierto que los mortales llamamos vida.

Como un suave rechazo, las palabras de su compañero se le clavaban a modo de puñales. Afiladas e hirientes, las silabas salían suavemente de su boca y bailaban ligeramente hasta sus oídos atravesando cada fibra de sensibilidad que encontraban.

Nunca antes se había visto un gesto tan parecido al que Leonardo Da Vinci había dibujado en su majestuosa Gioconda. Media sonrisa, media mirada, medio dolor, media compasión, medio bien, mejor dicho: medio mal. Los ojos de su compañero buscaban insistentemente un cruce con la vista cansada de nuestra protagonista y ella, sumisa y complaciente, evitaba con mucho disimulo tener que ver como esos ojos negros la juzgaban.

El ambiente era relajado aunque la tensión aumentaba en su pecho, era consciente de todo aunque el cansancio y el sueño mermaran su capacidad de atención. Escuchaba y asentía; sorda, ciega y muda, seguía absorta en sus pensamientos.

No hacía falta mediar palabra, aunque de vez en cuando alguna sobrevolase la escena. Ella asumía cada disparo con entereza, consciente de su culpa y de su maldición, sabe, porque no es tonta, la complejidad del asunto.

Cinco minutos de silencio la ayudaron a pensar en las minucias de la batalla que estaba teniendo lugar allí, entre la cama dónde él descansaba y el suelo dónde ella filosofaba. Bonita filósofa, de rodillas y humillada, dábale vueltas a todo.

Recordó cada detalle del hecho que la había llevado a esa situación, examinó su nivel de culpa y asumió que, del hecho, no fue responsable. Sin embargo, ella lo propició y no hizo nada por evitarlo; no puede imputarse el hecho como tal, pero sí todas y cada una de sus consecuencias, y ahí es precisamente dónde se encontraba en ese mismo instante: en la mayor consecuencia que nunca antes había sufrido. El buitre se había abalanzado ya sobre ella.

Una desesperación profunda invadió de pronto su ser, las lágrimas contenidas empezaban a doler en su garganta y debía evitar por todos los medios que la presa que formaba su párpado inferior se desbordase. El dolor podía estar matándola lentamente, pero no por ese agudo sufrimiento debía descuidar el bienestar de aquél hombre.

Cuenta la historia que ella murió luchando contra las palabras que su compañero le propinó, con su media sonrisa y ese gesto de póker, aguantó los envistes de una legión de razones por las cuales debía asumir su desgracia y morir en paz sabiendo que no volvería a hacer daño a nadie. Y así lo hizo, se tumbó y dejó que el ave devorase sus entrañas.

Otro final cuenta que sobrevivió a los ataques sucesivos del buitre que se aprovechaba de su estado para tratar de acabar con ella. Eso sí, sus garras y su pico destrozaron su cuerpo, dejando huella de cuánto dolor había sufrido. Continuó su camino como lo había llevado hasta ese momento siendo consciente, a cada paso delante de un espejo, de lo que el desierto había hecho con ella.

Y ésta es la fábula de la que sólo se sabe el final, se especula con su contenido, pero nadie sabrá nunca de lo que habla porque ella se encargó de encerrar su dolor dentro de sí misma para que nadie pudiera jamás ser perjudicado por él.

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